top of page

RELATO DE Félix Ferraz Vergara (Mazo, 1936)

Actualizado: 10 may


Félix Ferraz Vergara, en su tierra de Mazo, 1932 aprox.
Félix Ferraz Vergara, en su tierra de Mazo, 1932 aprox.

RELATO

escrito en 2023 por su familiar FÉLIX GONZÁLEZ

presidente de la Asociación de Memoria Histórica de La Palma



A Félix Ferraz Vergara lo fueron a buscar una noche de 1936, bajo el amparo de la oscuridad y a punta de fusil.  Aquellos esbirros de la tiranía,  que se hacían llamar somatenes, llegaron a sembrar dolor y muerte hasta el barranco de La Jurada —rebautizado años después como barranco de La Lava, tras el paso ardiente de la erupción de El Duraznero en 1949—, donde él había nacido y vivido, en la tierra áspera de Malpaíses de Mazo, junto a sus padres. Allí mismo lo apresaron  con el propósito de  segarle despiadadamente la vida.


    Lo detuvieron en la puerta de su casa, en el umbral de aquella recia puerta de tea, bajo la mirada muda y rota de sus padres, Manuel Ferraz y Juana Vergara. Lo acusaban de simpatizar con la izquierda, liderada por Floricel Mendoza Santos, el comunista, decían sus captores, aunque bastaba con poco para ser culpable entonces. Bastaba, por ejemplo, con que se dijera que llevaba queso, gofio, higos pasados y agua a unos huidos: nueve hombres que se escondían como animales en un tubo lávico cercano a Torna Belén. Aquello no era más que un agujero en la tierra, una cueva estrecha, baja, de apenas metro y medio de altura, cuatro de ancho, abierta por el capricho de la lava bajo el lindero de un sembrado de boniatos.


   Allí, en aquel refugio oscuro y húmedo, también decían que estaba Floricel, y con él Gregorio, un vecino querido por todos. Y era cierto. Félix no solo lo sabía: los ayudaba. Lo hacía con lo que podía, con un cesto de mimbre cargado en silencio, con el pan oculto bajo forraje de tederas e hinojos. Con esa pequeña ofrenda, condenó su vida.


    El cesto fue descubierto por un delator del barrio. Todos sabían su nombre: Trabilla, cómplice y chivato. Años después, una  fría madrugada, alguien lo encontró con los sesos abiertos. Le habían partido  el cráneo con  una piedra, justo cuando encendía su cachimba. El guijarro, todavía con cabellos incrustados y una mancha seca de sangre, fue expuesto en el juzgado de Santa Cruz de La Palma. Buscaban al autor de lo que muchos sabían era una venganza.


    Interrogaron a Pedro, el hermano de Félix. Lo soltaron. No le encontraron  pruebas. Aunque tampoco las necesitaban.  Quizás, en un súbito momento de compasión, decidieron no seguir desangrando a aquella familia, ya malamente herida. Cuatro de sus hijos mayores se habían marchado a Cuba, huyendo del hambre, y Juana, su madre, jamás volvería a verlos.


   Cuando aquellos hombres de uniforme irrumpieron en su hogar, Juana supo que su hijo no dormiría allí esa noche. Quiso al menos abrigarlo. “Donde va no le hace falta abrigo”, le dijeron. Y con esa frase seca, cruel, se lo llevaron con lo puesto. Ella se quedó en el umbral, llorando sin descanso, hasta que los años la secaron por dentro. Murió con aquel dolor vivo, hondo, que no la abandonó nunca más.


    Yo, su bisnieto, Félix González, recuerdo aún los lamentos de la ya anciana Juana, cuando era solo un niño. Escuché también la historia por boca de mi abuela Verónica y de mi padre, Santiago, que tenía apenas diez años cuando vio cómo se llevaban a su tío. Cómo gritaba su madre, cómo se deshacía por culpa de un cesto.


    Félix, el joven, no murió de inmediato. Pasó días encerrado en el calabozo del Ayuntamiento de Mazo, edificio testigo de la tragedia. Como tantos otros, fue fusilado a sangre fría. Sus restos, como los de tantos, yacen aún bajo un pinar de Fuencaliente, donde fueron enterrados en secreto, y donde luego los verdugos sembraron viñas, para que las raíces lo hicieran todo más difícil, más oculto, más profundo.


    Pero los descendientes no nos hemos rendido. Hemos comenzado a desenterrar la historia y los cuerpos.   Trece han sido hallados ya. Trece testimonios. Trece verdades. Y aún quedan más, como la de mi tío de Mazo, que ayudó a otros nueve a huir, llevándolos en su pequeño bote de pesca, a remos, bajo la luna, hasta el velero Azaña, rumbo a Marsella. Él no subió. Se quedó. Sentía que debía cuidar de sus padres, Juana y Manuel, ya mayores. Ese deber, tan sencillo y tan sagrado, lo ató a la tierra que lo vio nacer… y morir.




Abajo, foto completa, cedida por Félix González




 
 
 

Comments


bottom of page